2 de febrero de 2012

CASUERIES DEVOTOS

DEVOTOS

12:30
Porque era verla a ella, una pibita, flaca, blanca y desgarbada, con esa sonrisa escondida que solo la vergüenza de una lágrima indeseada puede causar, lo que me pesaba al caminar. Llorar en el cine es verdaderamente liberador. El problema es que cuando se encienden las luces uno siente que todas las miradas se dirigen a uno. A menudo me pasa eso. Es la misma sensación que cuando discutía con Raquel en la calle. Toda la discusión estaba ganada de antemano porque yo no pensaba argumentar. Pero cuando se tienen esos diecisiete angustiosos años, las miradas no rozan, golpean duro, y en tren de protegerse uno puede construir las corazas más soberbias. Por eso fue verla a ella lo que me puso ansioso en el café.

La película no había sido buena, más bien previsible, y en silencio por la fría calle de agosto yo ya me imaginaba a Darío pidiendo su cortado y haciendo el esperado elogio. La verdad, insoportable. Pobre Darío, de pibe era bárbaro, un flaco esquelético que leía a John Kennedy Toole en los recreos del colegio mientras fumaba a escondidas. Pero después el viejo lo puso en la papelera, y entre carpetas y esténciles el loco se achanchó. Ahora veía todo como tachero progre. Piola. Pero arrogante y previsible.

Y fue en medio de esa mezcla de humo y olor a café rancio que se cruzó ella. La había visto a la salida del cine, y parecía un personaje de un tema de los redondos. Pero 15 años despues. Habría sido la piba con la remera de green peace o una de esas, que andaría con la topper mojadas buscando un pibe para mangarle un pucho y que la acompañen a Beraza. Aunque no creo que viviese más allá de Villa Castels. Ahora, a través de la ventana, como en un tango, la ansiedad me levantó de la silla y la invité a sentarse.

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