1. En la puerta del Ryad, un hilo de agua servida pasa
por debajo de una tabla dispuesta a sostener nuestro primer pié en la medina.
En la esquina, si a esa vuelta que pega el muro cerrado podemos llamarla
esquina, pasa un burro cargado de materiales bosteando indiferente. Bajando
hacia el mercado, pasamos por una plaza donde tres personas labran una puerta
enorme. La madera quemándose no nos transporta a un asado sino a esos rituales
de palo santo que hacia Gisela en la casa. Continuamos por una sendero que pasa
por debajo de una casa, una de las puertas está abierta y se ve, en el umbral,
una arpillera con diez doce patas de vaca. Saliendo del pasaje, una nueva plaza
contiene otros diez trabajadores martillando cerámicos y yesería. El polvo
vuela e invade los pulmones.
Finalmente, el zoco, y las especies, casi sinónimos.
Canela, cúrcuma, jengibre y cilantro. El dominante comino que todo lo invade.
La menta, olivas, pimentones, azafranes. Pilas de dátiles, orejones, pasas,
pistachos. Pimientas de todos los colores. Colores tan furiosos que parecen
falsos. Colores tan penetrantes que enamoran y repelen.
Y al lado, sobre un exhibidor de vidrio en el que
diversas bandejas contienen carnes indescifrables, una cabeza de vaca y tres
jaulas de gallinas que, dentro y fuera de ellas, se encargan de cagar todo el
sector. Y al lado sobre el piso se apilan columnas de tajines y cerámicas del
uso. Y al lado, de otra carnicería, salen vahos de carnes asadas. Y en la
puerta sobre unas brasas y una improvisada parrilla de alambre dos mujeres
sentadas en el piso asan un pan de pita.
Y llegando ya al punto de saturación odorífera de la
medina, entramos al barrio de los teñidores, quienes, con una técnica natural
basada en el uso de excremento de gallinas, curten los cueros en un damero de
piletones.
Abrumados, casi desconcertados, con un hastío
hipnótico, nos sentamos en un bar. Prestos nos acercan un pequeño vasito
decorado repleto de menta. Los olores no se detienen.
2. Simmel decía del sentido del olfato que es el sentido
de la diferencia. La cosas diferentes “huelen mal” o “a gato encerrado”. El
olfato nos distancia socialmente no solo porque, así como no podemos evitar
oír, tampoco podemos evitar oler. El olfato nos distancia especialmente por la
sensación que el olor penetra en nuestro cuerpo. Cuando se huele al otro se
anulan las distancias sociales, el otro entra en mí, provocando un sentimiento
de rechazo indomable.
Quizás esta idea pueda explicar en parte ese extraño
sentir que provocó en mi Fez. Nunca antes una ciudad, cualquiera, me había
tomado de esa forma. Pues no es el rechazo lo que intento describir. Fez es
violenta a su manera. Pero es una violencia que enamora. Un real
estremecimiento que condensa esa ambivalencia entre lo exótico y lo familiar,
lo que atrae y repele.
Quizás esta ambivalencia resida ya no en el olfato
sino en el tacto. Caminar por la medina trae a nuestros pies sensaciones
conocidas que nuestro ojo no confirma. Nos sentimos, frente a esas otras
ciudades europeas de las que veníamos, nuevamente en tierra conocida. Tercer
mundo, si.
3. Caminar la medina es caminar por una villa 31 de
1500 años. Porque al revés que en nuestras ciudades occidentales donde las urbe
fue derramándose en el territorio como mancha de aceite, la medina quedó
atrapada dentro de los muros de la antigua ciudad. Hacinamiento entonces.
Calles estrechas, algunas por las que solo puede pasar una persona, suelos de
tierra. Una vida cotidiana que se sucede, como en un asentamiento, toda en el
espacio público: se come, se trabaja, se juega, se pasa el día en la calle.
Como en la esencia del olor, la ciudad se presenta sin
mediaciones. No hay una puesta en escena. Esta es la gente. Y entonces se
explica uno la mirada curioso de esos rubios platinados de bermuda y chomba que
miran curiosos. Y uno también cultiva esa mirada de lo exótico. Pero por
momentos también me siento un poco sueco en cancha de boca. Donde lo
“autentico” se expresa en toda su dimensión: como un eufemismo de la pobreza.
4. Lo único oculto es el culto, casualmente, es ese culto el que domina toda la vida. Si la vida se presenta
transparente en la ciudad, los códigos de esa vida permanecen velados. Por ello
esa laberíntica malla urbana trama no deja de enamorarnos. Es un poco la
extrema amabilidad de la gente, la previsibilidad de la vida -efecto de una
religión que plaga de reglas y códigos la vida social, y las intrincadas y
hermosas trama de estucos y zelijes que combinan formas geométricas, arabescos
y sigilosos textos cúficos. La ciudad encuentra así en ese arte Al Andalus su
mejor expresión: se deja leer transparente, pero en un código arcaico que nunca
podremos descifrar.
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